Entre las 12 del mediodía y la una de la tarde del domingo 28 de junio, El Paciente entra a la Clínica Olivos, centro de atención médica de guardia de excelencia para los vecinos de Vicente López. Cruza la puerta electrónica, camina dos pasos y se sienta a la izquierda, en un asiento de “la sala de espera” mientras su madre va hacia la administración a presentar su carnet de la obra social y a pedir la atención que necesaria. Veintiocho de junio de 2009, elecciones legislativas sucias y agitadas y una gripe porcina que supuestamente atesta a todo el país, supuestamente. Para el gobierno los casos son pocos, cientos, rozando los miles. Para las organizaciones independientes de salud, esas filantrópicas sin razón, unos diez mil. El Paciente tiene la rodilla en la miseria, apenas puede caminar, la noche anterior, durante un partido de fútbol, trabó violentamente con un jugador del otro equipo y no pudo seguir; cuando ya tiene cinco minutos de historia en ese asiento se da cuenta de dos cosas. Uno: la puerta que cruzó para entrar en el edificio está demasiado cerca de él, es invierno, y la gente no para de entrar y salir, el frío entra y es insoportable. Dos: tiene, dos lugares a su derecha, a una mujer “de edad” tosiendo como si estuviese en un letargo furioso y terminal. Los medios de comunicación y su ataque tipo “A” no fueron evitados por su inconsciente y piensa: “Gripe A” o “Gripe Porcina” o “Influenza A” o “Virus AH1N1”. La mujer, en un gesto de consideración, piensa El Paciente, gira su cuerpo mirando hacia la puerta y tose contra ella, para no molestar, aunque el ruido asqueroso que produce cuando lo hace le provoca ira. “Tose como un chancho”, piensa. Luego de varios minutos logra asimilar el ambiente y olvida la tos de “la vieja”. Su marido, el de “la vieja”, duerme a su lado como si nada ocurriera, un hombre que diez minutos más tarde, o quizás más, se cambiará de asiento para continuar su siesta en otro lado, quizás por miedo a su mujer, quizás porque no la aguanta más después de tantos años de convivencia y la tos que ahora sufre sólo la hace más insoportable. El Paciente decide no prestar más atención a ellos dos. Pero el frío ahora invade su mente. Piensa en el pésimo diseño de la clínica y en un encuentro hipotético entre él y el arquitecto. El diseño es lineal: puerta, sala de espera, mostrador, todo en fila. Todo esto le hizo olvidar el tiempo que había estado esperando a que lo atendieran. Habían pasado ya como veinte minutos y el recambio de compañeros de espera no era muy continuo, es decir, no pasaba nada. Los nervios del protagonista están igual de firmes que los ligamentos de su rodilla y tiene ganas de insultar a todo el staff de la clínica: 2 recepcionistas, 4 enfermeros y 2 médicos, los números son aproximados, podrían ser menos. Es quizás por eso que la gente se queja, que un señor mayor grita con acento italiano que va a “meterles una denuncia en” un lugar oscuro y recóndito. Esa debe ser la causa de muchos de los humores de sus colegas de espera. Una señora entra y provoca que se abra la puerta una vez más y que aquel lugar recóndito y oscuro sea cada vez más pequeño. La señora está hablando por celular, El Paciente atina a escuchar un poco de la conversación, una actividad de gran ocio para él juzgando su situación. La mujer, con una forma muy cerrada de pronunciación, expresa que no quiere que “la hagan entrar” por esa puerta ya que la gente que ve no es de su agrado y podría contagiar “la”. Habla de una peste. Le tiene miedo a la gente. Sale nuevamente y 5 minutos más tarde se la ve entrar por otro acceso con un hombre y una chica. No quería poner en riesgo a su hija y que sea contagiada por los enfermos de la sala de espera, donde se encuentra El Paciente. Su madre, sentada al lado suyo le comenta que fue a averiguar cuánto más había que esperar para que le vieran la pierna. “Hay tres muestras de radiografías antes que vos”, le comunica. Mientras espera impaciente que esas tres reuniones se lleven a cabo, varios hechos insólitos más ocurren, pero no vale la pena entrar en detalles. Todos a causa de la ineptitud de los trabajadores de la clínica y de su escases. Claro, es día de comicios y la gente tiene que votar. El “tano” se enoja varias veces más antes de irse sin ser atendido. Dos parejas jóvenes se retiran enojadas de tanto esperar y de tan poca atención. Pero El Paciente esperará. Como melodía para sus oídos, algunos apellidos son gritados y nadie se levanta, seguramente se fueron por rabia. Gracias a algo, escucha su apellido y salta de la silla, aunque “salta” es un verbo exagerado teniendo en cuenta sus posibilidades actuales. Conoce al médico que lo revisará y entra al consultorio. Realiza algunas pruebas manuales sobre su rodilla, la clásica pregunta de “¿esto duele?”, el obvio “¡¡¡¡si!!!!” y la siempre presente e increíble repetición incesante de esa acción sobre el mismo lugar de dolo. Finalmente el “doctor” le confiesa que no sabe específicamente qué es lo que tiene, que El Paciente debería hacerse radiografías y quizás una resonancia para eliminar posibilidades y confirmar un diagnóstico. El Paciente, creyéndose zagas y avivado le pregunta “¿cuánto voy a estar esperando para que el proceso de sacarme la radiografía y que la revises esté terminado?”. “y….”, llega a esbozar el profesional antes de que El Paciente diga “gracias doctor, hasta luego”, se levante como pueda y se vaya por la puerta electrónica molestando a la vieja de la tos porcina, a su marido dormido, y a todos los desgraciados que siguen en “la sala de espera”. El Paciente se va, aquel 28 de junio de 2009, sin saber qué es lo que tiene, a votar.
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