viernes, 30 de enero de 2009

Vida donde no la hay

Vio la luna roja e incompleta en el horizonte, como si estuviese quemándose léntamente en un infierno por lo que estaba haciendo. El mar se tragaba el arena sobre la que estaba sentado, pero nunca le importó menos qué superficie lo sostenía de las implacables garras de la gravedad.
En el aire las palabras que se estrellaban contra sus oídos oscilaban entre el miedo, el futuro, y y las disculpas, y el no arrepentimiento. De su boca sólo nacieron verdades, como había sido costumbre para él durante toda su vida, y más ahora que tenía motivos para decirlas.
En frente, ella. Siempre hay una "ella" en toda historia. Esta era especial y él quiso que lo siga siendo. Creía, por una vez en su vida, en el futuro, supo que ella estaba de su lado pero que no quería ser consciente de ello. Se dedicó a vivir el presente.
La luna estaba ahora un poco más arriba en el cielo. Las lagrimas que ella soltó lo fusilaron en su angustia. Nunca supo él con certeza la escencia de aquellas gotas. Creyó que mutaban entre la conciencia del error y el no poder explicar porqué sus comportamientos la traicionaban.
No se decidió entre disfrutar el momento único o si consolarla. La abrazó. Cada abrazo que sentía con ella era igual de fabuloso y fantástico, parecido a uno salido de una novela o de una obra de ficción, como todo lo que habían vivido en esa irrealidad que les brindó el oceano. Quizás por eso lloraba. Por dentro él lloró también, durante horas, días. Pero no hizo futurología.
Esa noche siguió siendo su albergue, su hogar. Esa noche y esa playa fueron suyas. Nadie podría quitárselas, ni siquiera las víctimas de ese error fatal que nadie había cometido, esa noche.
Lo peor había pasado, el tiempo voló como el viento que hacía crispar su piel, la de los dos. Las lágrimas se enfríaron sobre ella y no pudo ignorar lo gélido de su porvenir. Él, sabiendo también las bajas temperaturas que sufriría, no sintió el viento y se arropó bajo las cálidas mantas de ella.
Ni el placer con las lágrimas pudieron detener su retirada. Ese ejército que entraba en guerra con todo lo existente, con todas las normas, enprendió la retirada tras una batalla ganada. Habían llorado, entristecido, callado, se habían angustiado, pero la batalla la habían ganado. Y es que la guerra es así, se gane o se pierda, siempre se sufrirá, siempre hay víctimas. Todavía nadie sabe quiénes son, o si serán, él estaba seguro, de algo.

lunes, 5 de enero de 2009

Buscando una historia

Estaba buscando una historia. Viajaba a no sé dónde en transporte público, como siempre, menos cuando conseguía que alguien actúe de taxi para que yo actúe de compañero. Y era actuar porque por decisión propia hay cosas que nunca salen, sólo si se dan las causalidades. Estaba buscando una historia porque estaba aburrido y sin ideas. Estaba en vacaciones y no pasaba nada. Me despertaba a las 4 de la tarde en mi departamento del conurbano –zona norte- y no tenía a nadie, entonces me aburría, pensaba, leía y escribía, comía y dormía. Pero no podía escribir esa vez porque no tenía ideas. Entonces buscaba una historia. En vez de escribirla me metí en ella. Error.
Un hombre de veintipico de años se sobresaltó por el timbre de su celular. Miró el remitente y largó un estremecedor y potente “Hola”.
-Hola… si –escuchó durante más o menos 10 segundos- si, si, nos juntamos, ¿no te dijeron?, nos juntamos al final, vamos todos.
Pensé que no era sólo una reunión de amigos, por alguna razón desconfié de la usual naturalidad de esa conversación.
- Y desp…, siguió hablando pero el ruido de un camión tapó la información y alimentó mi curiosidad. ¿Y después qué? No dijo nada más, mientras pasaba aquel camión que interceptó mi audición había terminado la conversación.
El colectivo se detuvo y subieron dos personas. Todavía quedaban lugares, eran las diez y media de la noche y no transitaba mucha gente. Un viejo y un tipo raro, sólo eso. Pagaron el boleto y se sentaron en diferentes lugares.
Tenía una actitud rara y casi coincidía perfectamente con el estereotipo de la persona que vez en la calle y cruzas de vereda. Era un negro de mierda. Cuántas veces maldije esa expresión y la sigo diciendo. Está ya tan instalada en el repertorio mental de frases que es casi imposible erradicarla.
Yo no lo estaba imaginando, esta persona tiene algo raro. ¿Qué habrá dicho después del “Y después”? ¿Qué están planeando? ¿Qué se traman él y su banda de malhechores? No creo que sean santitos, viven ya demasiado alejados de la capital y todos sabemos que esos lugares son complicados. Te tapas el culo con las dos manos si vas ahí de noche. Si nosotros decimos estas cosas sobre ellos, ¿Qué dirán ellos de nosotros? ¿Quiénes son ellos y quiénes somos nosotros? Somos los mismos.
Me miró, pensé. Lo sabía. Se había dado vuelta, girado sus pupilas marrones y me había mirado. Sabía que me había dado cuenta de que sus intenciones no eran buenas.
Todavía faltaba bastante para que me tuviese que bajar pero ya ni estaba prestando atención, quería saber qué era exactamente lo que este hombre de tez morocha tenía planeado hacer esta noche. Lo iba a seguir, debía hacerlo, ¿Y si robaba una casa con su pandilla? Tendría la oportunidad de ser un héroe y llamar a la policía, salvarlos, tendría mi historia. No era tan difícil.
Dos paradas después de decidirlo, el hombre se bajó y yo detrás de él, sigilosamente lo perseguí.


Le sonó el celular, alguien lo llamaba.
- Hola… sí, dijo.
- Pedrito, escuchame, me dijeron recién que nos juntamos en lo del negro, ¿vos vas?, escuchó, era la voz de un amigo suyo de toda la vida, Carlitos, pensó que él sabía de todo esto.
- Si, si, nos juntamos, ¿No te dijeron?, nos juntamos al final, vamos todos, contestó. Y despedimos a Ale que se va a Italia.
No pudo escuchar la respuesta porque justo en ese mismo instante había pasado un camión que tapó todo sonido audible.
- Che no se escucha nada, hablamos después, escuchó, y la conversación se cortó.
Habían arreglado juntarse en lo del negro con los chicos de la secundaria ese mismo día a la tarde. Tomarían unas cervezas, algún vino tinto y se irían a bailar, quizás alguno se llevaría algo a su casa. Hace mucho que no se veía con ellos. Tenía grandes expectativas. Era de Zona Sur y nunca se había movido mucho de ahí, pero el Negro vivía en Beccar luego de haberse mudado y Pedro tuvo que trasladarse bastante. Estaba viajando en un colectivo de la línea 60, sí, el que te lleva a todos lados, el que recorre las arterias de la Ciudad y la Provincia de Buenos Aires casi de pies a cabeza.

- Me está mirando hace rato, pensó. Había notado a aquel joven veterano, de unos treinta y dos años, que lo miraba desde hace rato. Pedro lo controlaba desde el “conchero” del colectivo, ese espejo que usan los choferes para mirar debajo de las polleras de las damas. El estaba más adelante y gracias a un ángulo privilegiado podía ver cómo era observado por ese tipo. No le gustaba que se le quedaran mirando. Pensaba que si tanta atención le daba era porque algo raro tenía. Además, se notaba que no era de un barrio de clase baja, era de esa nueva sangre clase media alta. Detestaba a los que se beneficiaban por situaciones que a otros perjudicaba. Seguramente había construido una fortuna tomando ventaja de algún acto del gobierno que restaba subsidios o sueldos a la gente como él. Él era un herido de la sociedad, eso creía.
- Me sigue mirando, dijo en voz baja. Quiso comprobarlo, quizás no estaba mirándolo a él sino a la persona sentada al lado o a nadie, simplemente para adelante. Fue optimista. Se dio vuelta y lo quiso comprobar. Pero él tenía razón antes. Le tenía la mirada clavada y cuando él la alineó con la del otro, este último se sobresaltó. Pedro volvió a su posición original. ¿Por qué se sorprendió tanto cuando lo miré? ¿Por qué me controla tanto? ¿Me conoce? No. Lo voy a matar, me está mirando porque soy más negro que él o algo así, odio a esa gente.

Se había dado cuenta que sus pronósticos eran acertados y que ese hombre tan raro, con pantalón largo en verano y camisa de manga larga, lo estaba observando y no le gustaba. Decidió seguir sus instintos y manejarse como tantas veces había visto hacerse en su barrio. A las trompadas.

Se bajó antes de la cuenta sólo para atender a este chico. Como suponía, era perseguido. Aquel raro personaje se bajó atrás de él y copió sus pasos bastante cerca de su espalda.
Dobló en una calle oscura y ya sabía lo que iba a hacer.




- Mirá por dónde dobla, ya me parecía que este tipo tramaba algo.
Siguió sus pasos y dobló en esa esquina oscura. Cuando pudo visualizar el nuevo camino frente a él no logró ver a su monstruo. No estaba más. Siguió caminando prestando atención a las casas ubicadas a ambos lados de la calle para ver si el “negro ese” había entrado en alguna para robar lo que hubiese de valor, quizás sacara un televisor o un DVD, cualquier cosa le venía bien seguramente. Pero no, no lo encontraba, todo estaba en silencio. Comenzó a temer. Entró en un estado de paranoia que nunca había experimentado. Se dio vuelta, volvió a hacerlo, miró para todos lados, lo había perdido de vista, él se había perdido de vista, no sabía donde estaba, había perdido su norte y no recordaba por donde había venido. Estaba perdido, metafórica y literalmente.
Como una noticia de muerte ese puño impactó mi cara y caí tendido en la vereda deforme de aquella calle de Zona Norte. Algún lugar entre San Isidro y San Fernando.



Lo quería distraer. Pedro lo quería distraer para embestirlo desprevenido y acabar con él de una buena vez. Dobló en esa esquina oscura, perfecta. Sabía que aquel perseguidor había aumentado su distancia con respecto a él a una un poco más considerable. Unos 50 metros. Sabía que tenía tiempo de esconderse y desaparecer. A penas dobló se divisó un cantero bastante alto en una casa de ladrillos y se camufló en la sombra de esa noche que superaba al negro del cosmos. Al negro de la desaparición. Al negro del sueño y de la desesperación. A penas se terminó de acomodar en su trinchera, su enemigo pasó sigilosamente frente a él y no lo vio. Llegó a mitad de cuadra y se dio vuelta. Se había perdido, Pedro tenía razón y su plan funcionaba. Estaba listo para actuar. Cuando vio que su presa se desorientaba, se lanzó. Afiló su puño mientras corría sin hacer un solo ruido. Esa corrida duró menos de un segundo. Llegó a destino y depositó su fuerza y su inercia en el pómulo de aquel tipo que tanto lo había mirado. Le dio un par de patadas en las costillas, un golpe más en la cara y se fue, no le dijo nada, no quiso relacionarse con él.



Había recibido quién sabe cuantos golpes de “ese negro”. Estaba a punto de desmayarse, la presión le bajaba y ya no entendía lo que pasaba, no sabía si el atacante se había ido o seguía ahí pero alcanzó a esbozar una reflexión:
- Yo sabía.