martes, 7 de abril de 2009

Onírico 2.0

Todo empezó cuando pensé haberme despertado en un sueño, y que todo era irreal. Fue aquella situación en la que me encontré caminando por una avenida de mi barrio; era de noche. Autos no había, la ancha franja de asfalto por donde normalmente circulaban los vehículos motorizados estaba esa vez poblada de gente. Parecía una fiesta multitudinaria. Un festejo, pero nunca supe qué celebraban. Me sentí solo, Nadie lo estaba, excepto yo, me sentía fuera de la muchedumbre. A mucha gente le debe haber pasado sentirse solitario aún cuando mezclados en enormes masas de gente. Cada hombre tenía a su amiga, novia o esposa. Toda mujer estaba acompañada. No había engaños, cada pareja se miraba a los ojos como si fuera la última vez. Dentro de ese marco estaba yo. Sin nadie a mi lado pero sin desesperar. Estaba inmerso en uno de esos sueños llenos de lógica, en los que el cerebro rápidamente nos comunica que estamos dormidos y que nos está brindando un espectáculo efímero.
No presté atención a la gente en sí, por lo menos no una atención diferente de la que se le da a un pueblo. Nadie en especial, pero todos a la vez. Y aún así no pude evitar reconocer a una mujer que hizo chocar su hombro con el mío. Fue imposible evitar notarla. No por su –luego percatada- increíble belleza, sino por un tatuaje en su brazo. Era una rosa, roja, con un largo tallo, lleno de espinas y pétalos exuberantes que dibujaban curvas en sus bordes, que parecían no terminar jamás. Agradecí a mi mente haberme dado tal regalo y la seguí. Me fue imposible alcanzarla con facilidad. La proporción de gente con respecto al espacio que había para caminar era cada vez menor hasta que casi la perdí de vista. Antes de que eso sucediera estiré mi mano derecha por sobre la gente hasta tocar su hombro. Al parecer eso no estaba en los planes de lo onírico y sentí un golpe macizo en la cabeza. Desperté.

Me encontré hecho una pequeña bolita en mi sillón-cama de media plaza que ni siquiera lograba albergar a mis pies que colgaban –siempre- en el aire. Estaba a punto de caerme al sucio parqué de mi diminuto departamento. Y de hecho, caí. Pero no estaba mugriento como siempre. Aludí esa anormalidad a algún tipo de sonambulismo del que no estuviese enterado. Miré mi despertador y supe que mi sueño había sido uno bastante pesado y profundo. Eran las dos de la tarde, obviamente no iría a trabajar. Decidí despejarme, mi claustro no lograba mucha circulación de aire y me dirigí hacia la plaza más cercana, era un día increíble. El sol no era molestado por ninguna nube y no hacía mucho calor. Pero las irregularidades se siguieron dando. Las calles tenían los mismos nombres pero los edificios no eran los de siempre. Mi edificio limitaba con una heladería de un lado y con un banco del otro. Ahora había dos edificios de oficinas. La antigua construcción donde yo residía se asemejaba a una mancha negra en una página de un impecable blanco: era un vagabundo en una fila de robots perfectamente eficientes. Miré hacia el lado a donde debía dirigirme para llegar a la plaza y me inundó la vista el abominable paisaje con el que me había enfrentado: hordas de ejecutivos y oficinistas, secretarias y recepcionistas, cadetes y jefes; todos yendo para lados opuestos pero concentrados en un punto fijo, un destino inalterable, alguna responsabilidad ineludible. Nadie se me hacía conocido. Me paré frente a uno de esos estereotipos, como imponiendo algo rechazado, mi cuerpo desordenado y sucio no alteró a aquel hombre trajeado que tenía frente a mí. Sólo se detuvo y pidió disculpas.

-Perdón señor, dijo el hombre y corrió su cuerpo hacia un costado para seguir con su camino predeterminado. Tenía el cabello engominado y un maletín marrón. Impecable.

-¿Me podés decir donde carajo estoy?, pregunté desesperado.

-En Belgrano al 700, Capital Federal, dijo pasivamente, como si estuviese programado para responder eso. Nunca me miró a los ojos.

Belgrano era la calle de mi casa y 743 el numero de mi edificio. Estaba en el lugar correcto.

-Bueno gracias loco, dije.
-De nada señor, respondió el hombre.

Me di vuelta para ver la puerta de mi casa, para convencer a la realidad de que nada tenía sentido y para explicarme que todo era una confusión producto de mi largo descanso y de mi extraño sueño.
Se me anudó la garganta y mi respiración comenzó a tornarse más densa y torpe. Mi casa había desaparecido. Ahora la página se había tornado completamente blanca, la mancha negra había desaparecido, el espacio estaba ahora ocupado por otro edificio empresarial. Me temblaban las piernas, me sentí abandonado en el tiempo, nada de eso podía ser real. Sentí como si miles de espinas me estuviesen pinchando desde el interior de mi cara. El calor ahora era agobiante y la transpiración había comenzado a secretarse hacía varios segundos, si es que el tiempo todavía existía. Me senté en el cordón de la calle y me tape la cara con ambas manos. Todo era sumamente confuso. Mi mente estaba en blanco. Luego, comencé a sentir una presencia muy particular. No todo lo que me rodeaba era desconocido. Sentí que algo familiar se acercaba por mi derecha. Presentí. Percibí un roce en mi espalda. Giré mi cabeza y ahí estaba. La página volvía a mancharse. Una pizca de desprolijidad invadió aquel desfile permanente de responsabilidad y perfección. Ese pedacito de desorden me trajo calma, tenía una rosa en el brazo.
No podía entender dentro de qué cosa me encontraba, si dentro de una ficción, o si mi vida anterior había sido consumida en algún fuego del infierno y estuviese ahora en otro mundo, en una línea paralela a lo conocido, al mismo tiempo, pero en otro universo. Entonces comprendí que no podía perder de vista a aquella muchacha. Si ella había estado en las dos realidades que acababa de vivir: la correcta y la romántica, entonces alguna clave debía esconder su existencia. Su destino, si es que esa palabra tuvo alguna vez o tiene todavía algún sentido, era el de esclarecerme aquel vértigo existencial, aquella caída libre desde lo real en la que me encontraba. Salí corriendo.


Sólo una vez había necesitado tanto de una mujer. Yo no era incrédulo del amor, pero no era tan fácil para mí encontrarlo. Había sido hace varios años, cuando todavía limpiaba el piso de mi monoambiente. No podría nunca ser tan hipócrita de afirmar que no había estado buscando ese sentir. Mis responsabilidades laborales en ese momento eran inversamente proporcionales a mi sueldo, mucho tiempo libre no tenía. Pero yo era feliz con mi trabajo y me sentía maduro, eficaz, normal, correspondiente al sistema. Nadie podía decirme que era un vago o un atorrante. Hacía lo que debía hacerse. Aunque los cambios rotundos pueden predecirse, nunca nadie quiere aceptarlos.
Así fue que un amigo me pidió que lo acompañara a un bar. Allí él se encontraría con una chica que había conocido en un supermercado, envidio a quién logra ese tipo de proezas. Fui sin esperanzas, pensé: mi amigo se reirá de manera forzada durante dos horas o más y luego me dirá que no hubo química pero que no pudo decirle que no cuando ella le propuso volver a su casa a tomar un café. Pero nada de eso sucedió. La espontáneamente conocida amiga de mi amigo había llevado un grupo de amigas, no recuerdo bien cuántas. El hecho es que la mayoría se distrajo casi toda la noche bailando menos una de ellas, que se quedó cerca de mi amigo, su amiga y yo. Los 4 pasamos más de las dos horas especuladas por mí charlando y riendo de manera sincera. Realmente la había pasado bien y no había tenido tiempo de pensar lo corto que era el fin de semana y en las cosas que tendría que hacer para el lunes, tortura que siempre yo mismo me provocaba. Cuando el tiempo se acabó y los dueños del bar comenzaron a pasar música de casamiento para que la gente escape por las ventanas y los dejaran cerrar el local, mi amigo me comentó que la chica que había estado charlando con nosotros se había divertido mucho con migo y me quería volver a ver en la semana. Demasiado tímida o apegada a las tradiciones entre el macho y la hembra como para venir a decírmelo en la cara, me lo transmitió a su manera. Me pareció legal y acepté. La llamé por teléfono el domingo a la noche y arreglamos para mitad de semana. Nos vimos un miércoles ya casi terminada la tarde en un café cerca de mi trabajo. Lo demás se puede imaginar. Lo importante es que salimos varias veces y comenzamos una relación. Ella era hermosa, tenía todo lo que yo disfrutaba ver en las mujeres, y más, era sumamente inteligente, podría sostener una conversación filosófica partiendo de la nada absoluta. Nos reímos hasta de los alfileres y de eso mucho no hay para hablar. La pasaba bien con ella sea donde sea y cuando sea. Estaba enamorado. Todo iba perfecto hasta que me confesó que ella no me podía amar, porque amaba a otra persona, que había intentado sentir por mi lo que sentía por el otro, pero no lo podía olvidar, se disculpó y se fue. Entonces fue ahí cuando entendí que no sólo bastaba con uno. Aprendí que no hay nada peor en la vida que amar y no ser amado, o peor, amar y que amen a otro. Dolido como nunca, decidí volver a recluirme en mi departamento y en mi cubículo laboral. Cualquiera de esos dos lugares podrían ser analogías de mí. Me recluí en mi mismo, nunca más volví a salir.

Ahora como por arte de magia mi cerebro me inducía a volver a perseguir a una mujer. Ella se había mantenido bella en las dos situaciones adversas que se me habían presentado. No importaba donde, no importaba cuando, deja vú. Casi había olvidado la desesperación que acababa de sufrir al ver desaparecer aquel edificio. Razoné nuevamente que nada era real, ella me hizo darme cuenta. Estaba en otro sueño. Pero ahora tenía un objetivo, no estaba más perdido, sabía que tenía que alcanzarla. Le vi la espalda y la seguí. Yo la quería alcanzar y ella quería que yo lo haga. Giraba su cuello permanentemente para mirarme a los ojos. Su mirada me congeló la mente. Mi cuerpo seguía avanzando pero mi conciencia estaba pausada. No me controlaba. Flotaba en mi cabeza. Ella enderezó su cuerpo y volvió a mirar para adelante. Entonces volví en mí. Corrí más rápido que nunca, como un condenado, hasta que estuve a punto de tocarla. Decidí acabar con todo eso lo antes posible. Me lancé hacia ella con los dos brazos para adelante, la atraparía. La distancia entre ella y yo se redujo menos que centímetros a causa de mi potente salto. Desapareció y caí al piso. Mi desilusión era enorme. Me levanté y miré para todos lados, no estaba. Me rendí.

Durante meses la busqué en secreto. No podía amar a otro. Me amaba a mí. Era yo el hombre para su vida. Nadie más. Éramos el uno para el otro. Nos complementábamos en todo sentido. Ella atendía mis llamados y me trataba como a un amigo. Me decía que él no la amaba pero que ella seguiría intentando, no se rendiría, pero que si alguna vez no funcionara, vendría con migo. Me fue suficiente por algún tiempo, pero mi corazón se fue desgastando. La locura que alguna vez había sentido por ella se había escapado por las rendijas de su pared. Volvería solo si ella la llamaba. Pero mi alma no me dejaría seguir rompiéndome en todo sentido para hacerla feliz. Nunca más la llamé, ni ella a mí.


Me debía rendir. La única manera de salir del sueño era dejar de creer en él. Dejar de darle lugar a su acción. Me dejé caer sobre mi espalda al duro asfalto de la calle. Cerré los ojos y descansé. El golpe llegó.

Me levanté del piso y sentí olor a comida pedida. El parqué de mi casa seguía sucio. Me levanté y abrí la ventana. Más tarde iría a tomar un helado al lado. Una brisa entró. Un profundo olor a rosas rojas penetró mis sentidos.

2 comentarios:

  1. Muy bueno che.. un poco confuso en un momento, pero está bueno... y me dio la idea de un cuento, Ja!...

    bueno, te felicito loco, escribís muy bien.

    Alvaro

    PD: las rosas no tiene olor, gilún!

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